Este conjunto histórico artístico no es hoy lugar de paso, aunque lo fue durante siglos.

Montemayor se pliega sobre sí mismo y se abriga frente a los malos vientos. Por ese puente medieval de la Cañada de la Plata ha pasado tanta gente que la misma historia se ha olvidado de muchos.

Pero se acuerda del tránsito de los rebaños trashumantes, miles de ovejas merinas que cruzaban este valle camino de Extremadura, en otoño, y a por los pastos de la montaña cantábrica, al final de cada primavera. Siempre un viaje con los extremos del clima a la espalda.

El bosque ya estaba allí, y el monte ya era mayor cuando se levantó el Castillo de San Vicente. Se ha ido recuperando buena parte de él en estos últimos años, pero cabe todavía imaginarlo con sus tres plantas en pie, sobre el patio empedrado. Esas fueron las premisas para su construcción: que fuera sólido y confortable. Las vistas estaban ya aseguradas.

El monte es un cultivo donde los castaños se apean por turnos cortos para crear cestos y otras piezas, antaño diseñadas para un uso cotidiano. Todo es obra del mismo valle, con sus brazos de árbol y de hombre. El proceso se explica con detalle en el Centro de Interpretación del Castaño, como homenaje a esta especie, tal vez originaria de Irán e introducida en la Península Ibérica hacia el s. V a. C.

El entramado de calles, con nítida impronta serrana, asciende hacia la plaza, con su rollo jurisdiccional del s. XVI adaptado como fuente. La iglesia, robusto ejemplar también renacentista, se asienta cerca del castillo. Completan el paseo puentes y ermitas, y no pocas casas sostenidas con el poder de los castaños hechos vigas.

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